Quasimodo perdió su hogar

Por Oscar Dinova –
“Y la catedral no era sólo su compañera, era el universo; mejor dicho, era la Naturaleza en sí misma. Él nunca soñó de otros  follajes salvo de esos de piedra, de otras montañas que las colosales torres de la iglesia; u otros océanos que París rugiendo bajo sus pies” (Notre Dame de Paris, V. Hugo, 1831)

El pasado lunes Pascual unas imágenes provenientes de Francia nos dejaron sin aliento. Notre Dame ardía bajo un fuego inclemente y 900 años de historia del mundo se derretían sin miramientos en pocas horas. Los que la visitaron y los que no, la cristiandad y las demás religiones, los que creamos como nosotros un pasado común, pudimos palpar una vez más lo concreto de la fragilidad humana, incluso en sus obras más encumbradas, más logradas.

La superviviente de guerras fratricidas, de conflictos mundiales, de emperadores de baja talla y humores esquizofrénicos, la testigo incólume de revoluciones absolutas y comunas libertarias, de oprobiosas represiones y jornadas gloriosas yacía ardiente en el mismo piso dónde alguna vez mis hijos correteaban su infancia de exilio.

Pero, ahora quiero detenerme en un sesgo menos visto, invisible si se quiere. La de una obra literaria que convirtió a Notre Dame en su propia leyenda. Pocas veces, -o quizás nunca- en la historia de la literatura mundial, una novela, una historia escrita traspasará las líneas de tinta para darle al escenario elegido la magnificencia que ya erigía en su estructura gótica de siglos anteriores.

Un personaje, Quasimodo, tiene a las torres de Notre Dame como su casa, debajo, el pueblo de París corre la suerte de las pobres del medioevo, con sus vidas sufridas bajo el yugo de una nobleza impiadosa y de un absolutismo monárquico que no sabe de tolerancia o miradas comprensivas.

Victor Hugo ha creado, a los 29 años, en una pincelada de su talento, un personaje único en un atmósfera sin par. Un ser grotesco a los ojos de todos, tiene, en las campanas mágicas de esa Catedral imponente a sus amigas más leales, ellas fueron sus custodios, sus inseparables compañeras.

El compendio de las miserias y las grandezas humanas estarán presentes en esta obra maestra. Notre Dame de Paris nos muestra la intolerancia hacia otras razas, el rechazo a lo que no se nos parece, el autoritarismo del poder y el oscurantismo ante la necesidad de educación de un pueblo.

Quasimodo ama la belleza de una bella gitana que le diera de beber cuando otros lo azotaban. La búsqueda de justicia, la caridad y el amor hacia los semejantes fueron las columnas vertebrales de una historia que se hicieron más sólidas que las de la misma iglesia.

Quasimodo salvó a Notre Dame en su momento, con su fama y popularidad forzó al gobierno francés de la época a emprender reformas y salvaguardar su existencia. Hoy está sin hogar, sus capiteles se desmoronaron, sus gárgolas están ennegrecidas y el campanario mudo.

Quiero creer, que, en tanto los hombres la reconstruyan, en el tiempo que las paredes vuelvan a levantarse, este Jorobado tendrá su hogar en el corazón de la gente, lo debemos albergar para que la búsqueda de la belleza y la justicia siga constante. Para que el repicar de la esperanza no se detenga.

Para que no olvidemos que todos habitamos de alguna manera esos campanarios, que la fealdad de nuestras conductas están latentes pero lo mejor de nosotros mismos, el altruismo y desinterés y en definitiva, la búsqueda en un mañana mejor, también.

Oscar Dinova (escritor)
-Domingo de Pascuas-

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