Campeche, del paraíso pirata a la patria de los pescadores

Qué es mi barco, mi tesoro, qué es mi dios, la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento, mi única patria, el mar.

José de Espronceda

 

Por Oscar Dinova / Apenas habíamos sobrevivido a la belleza de Uxmal que ya éramos atrapados por la convocatoria de San Francisco de Campeche, contra cara irresistible de su extremo oriental, Cancun. Este puerto que mira de frente el golfo de México fue declarado patrimonio de la humanidad por la Unesco y se mece como una perla marítima entre un pasado fragoroso y un presente de esfuerzo y de atónitas miradas extranjeras.

Recorridas sus aguas por las canoas mayas en búsqueda del lejano puerto de Tulum para realizar sus intercambios, fue elegido por las naves españolas para convertirse en un puerto estratégico de desembarco de las fuerzas conquistadoras. Por ahí atracó la principal fuerza de dominación hispana; los obispos Landa, de la Puerta, Diego de Béjar y otros, que con su relato de inmisericordia de los infiernos quebró la primera resistencia de la nación maya.

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Pero el castigo vendría con el correr de los años, no por la liturgia sino por las riquezas mundanas. El descubrimiento del oro rojo del “Palo de Tinte” (un árbol selvático de tono rojizo) de cuya corteza se extrae tintura que mezclada con diversos aditamentos otorgó una gama de colores a las prendas de la clase pudiente europea. Este preciado elemento suntuario trajo aparejada la formación de un sector muy rico en esta ciudad, que empezó a ser la codicia de los filibusteros.

Caminar por sus calles empedradas, apreciar sus antiquísimas casas con altas veredas y avistar las murallas defensivas es intuir la llegada de las naves de orígenes diversos que con una bandera negra y una calavera al comando de capitanes holandeses, ingleses, franceses y tantos más procurando apropiarse de los tesoros urbanos. Bizarra audacia la de estos hombres sin patria que no abordaban naves sino residencias e iglesias de gruesas paredes, en una ciudad casi indefensa, un recóndito burgo del inmenso imperio español.

Tesoros escondidos en las casas burguesas, niñas por las que se pedirán rescate, prendas con filigranas en oro y hasta las puertas y ventanas para reparar los bergantines corsarios caerán una y otra vez en manos piratas. Aún hoy podemos ver el encinto octogonal que intentó ponerles freno y los cañones mirando el horizonte. Tanto tardó su cerramiento que para cuando la burocracia real había terminado de amurallar Campeche los piratas eran un tema del pasado. Ya no existían.

El tesoro permanente que dejó la fascinante, -pero cruel aventura filibustera- fue la misma Campeche. Hoy visitada y admirada por miles de visitantes de todo el mundo que se dejan llevar por este lugar de ensueño y fantasía, que rivaliza exitosa, con la mejor película de piratas que quieran imaginar. Campeche es real.

Tan real como sus esforzadores pescadores que en botes de fortuna se lanzan a la mar en busca de pulpos y calamares. Sus amigos pelícanos los guían en la salida y los esperan a la vuelta para ser premiados por su leal compañía. Larguísimas cañas de bambú sostienen sus redes y parecen lanzas esperando el ataque de algún navío filibustero, extraviado en el tiempo. Pero no, ellos luchan por sus familias y por enviar exquisitos productos a países lejanos que jamás conocerán.

Es una profesión agotadora y riesgosa, son botes pequeños y sin tecnología. Sostienen su tarea la experiencia y el amor por el mar. Cuando las especies marítimas se  hunden en lo profundo de las azules aguas ellos las siguen buceando, sin equipos, con el aliento de su coraje.

Son dignos herederos de una raza bravía. De una Campeche que está enamorada del mar. Y como todo amor ha sabido de locura, de entrega, de dolor y siempre, siempre… de pertenencia.

 

Por Oscar Dinova, Crónicas de Viaje por el Yucatán (IV Parte, San Francisco de Campeche

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