Luna Roja, In memorian, Neil Amstrong

Por Oscar Dinova

El pasado 25 de Agosto dejó definitivamente su vida en la Tierra la persona que estuviera desde hace décadas ligada a la presencia estelar del hombre en el universo; Neil Amstrong. No crean que me mueve una repentina sensibilidad a escribir esta nota sobre quién en definitiva es un norteamericano bien representativo de su país… o quizás un poco sí, pues este hombre silencioso había adquirido la sabiduría de aquellas personas que pasan por experiencias únicas, trascendentes.

Y vaya si la de él la era: Amstrong fue el primer hombre en dejar la huella humana en otro mundo que no fuera el nuestro. Exactamente un 20 de Julio de 1969 a las 11 menos 10 de la noche, y ante la átonita mirada del mundo entero, el pie izquierdo de Neil dejó la huella indeleble del paso humano por el satélite terrestre, cuna -hasta entonces- de inspiración poética y lumbre natural de las noches terrestres desde los fogones de la prehistoria hasta los tecnológicos días presentes.

¿Por qué quedan tan presentes esas imágenes? ¿Por qué se fijan esas huellas en nosotros? ¿Representan acaso, una marca especial en nuestros verdes años?

¿O quizás por qué en el fondo nuestro país acompañaba nuestra adolescencia con una cierta ingenuidad nunca más encontrada? Era 1969, la televisión era blanco y negro, con cuatro escasos canales. Nos debatíamos entre una sociedad que empezaba a decir basta a las prohibiciones y los sables largos en la universidad y un incipiente movimiento guerrillero.

El Che Guevara nos hacía famosos desde su temprana muerte en una olvidada Bolivia y aunque todavía no lo pudiéramos precisar muy bien la juventud y el Cordobazo empezaban a Perón de vuelta y con él, renovadas esperanzas. Pero esto, esto era otra historia.

Por lo pronto yo tenía vivo a mi abuelo, que cumplía sus 90 años con la cabeza bien puesta y un insobornable rechazo a la aventura humana fuera de los límites terrestres. “estos ingleses te mienten siempre”, se enojó esa noche en que lo trajimos a casa para que pudiera ver el alunizaje en directo, junto con el resto del planeta.

¡Ah, Paulino! Más de uno pensaría pronto como vos y tratarían hasta hoy de desacreditar al viaje espacial que partiera raudamente desde Cabo Cañaveral. Lo queríamos y lo admirábamos a ese tano trabajador y chinchudo, pero yo, en ésta, no lo acompañaba.

Es que a los 13 años queremos creer. Anhelamos lo nuevo. Creemos que todo era posible.

Pero además, yo era hincha de Independiente. Del rojo de Avellaneda, del rojo pasión que con una garra inclaudicable había empezado a tejer también un camino fuera de su territorio, en países para nosotros lejanos, enfrentando igualmente desafíos y adversidades y dejando a su vez su propia huella en diferentes y míticos campos de fútbol.

Y esos tres pequeños seres allá, a 400.000 kilómetros del planeta, aislados de toda humanidad, eran socios de nuestro Club (mediante un envío pleno de creatividad y originalidad, el Club Atlético Independiente les había hecho llegar los carnets de miembros honorarios a los astronautas). ¡Cómo no íbamos a creer en ellos!

Y por si esto no alcanzaba, aferrado al corazón del Columbus, -la nave madre- iba el rojo banderín de Avellaneda, que llegara unos días antes del despegue con la caja plena de distintivos y camisetas carmesíes. Eugene Aldrin, piloto del módulo lunar “Aguila” contaría, tiempo después, que los había conmovido el hecho de ser la primer institución del mundo que los había declarado Héroes del siglo XX.

Decidieron que ese banderín sería su roja cábala en ese primer “pequeño paso para el hombre pero un gran salto para la humanidad”. Y así quedó sellada para siempre nuestra admiración para ese héroe silencioso que nunca daba entrevistas y que consideraba haber hecho solamente su trabajo.

Hoy, debe seguramente estar en ese suelo árido de polvo fino que pisara hace 43 años por primera vez. Allá bien alto, más cerca de la eternidad que persona alguna, indicando al hombre su fragilidad y sugiriendo que cuidemos mejor nuestro único hogar azul.

Allá lo seguirá fielmente su querido banderín rojo de la suerte.

Por una vez, seguramente, los atribulados y fieles hinchas del diablo no nos quejaremos de que nuestra divisa no flamee en el centro mismo del infierno, sino orgullosa y única, en lo más alto del cielo infinito.

 

 

Oscar A.DINOVA

(Autor de Cuentos del Abuelo-4 historias mercedinas

y Bululú Theatre-Memorias del Exilio)

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