Ushuaia o el principio del mundo

Por Oscar Dinova –

Visitar Tierra del Fuego es ir al encuentro del principio de los tiempos.

Su fama, claro, viene de una cárcel bizarra, singular y tétrica en igual medida, un tren que marchaba a todo vapor y un faro descripto por un escritor francés que jamás salió de su patria para subyugarnos.

La Ushuaia moderna es producto de una medida estratégica de aquel particular estadista llamado Julio Argentino Roca; construir el último puerto sureño del mundo con brazos condenados por la Justicia. Podemos, al caminar sus lúgubres y fríos pasillos, estar contrariados por su inhumanidad. Pero el hecho irreversible de un territorio asegurado para la Argentina, nos obliga a matizar nuestras críticas.

O al menos sopesarlas de otra manera. Al fin y al cabo, luego de 120 años de poner los condenados a trabajar, nosotros mismos caminamos las calles hechas por los hombres de grilletes.

El tren no era la actual formación, cómoda y confortable, donde entra a raudales la luminosidad austral, sino una especie de furgoneta minera, donde a cielo abierto marchaban los sentenciados, en invierno o verano, los pies sujetos a hierros impiadosos. Ellos herían de sol a sol con sus hachas, el bosque de lengas, mientras la escasa población libre los esperaba ansiosos con la carga diaria de madera.
Pero hay mucho más a encontrar.

Tierra del Fuego fue nombrado así por los primeros marineros españoles, -aunque en un segundo bautismo-, luego de llamarla Tierra de Humos. Tal era la dantesca neblina diurna emanadas de fogatas que templaban las gélidas noches de nuestros ancestros patagónicos. Fueron seres increíbles, capaces de adaptarse a un clima hostil, implacable y puro a la vez.

Habían llegado unos 10.000 años atrás, luego del fin de la última glaciación, -que en un gesto de amistad cercano a la divinidad-, les tendiera un puente congelado entre el continente y esa bella isla, inaccesible a la marcha terrenal. Su proeza es de una magnitud tal que sólo se puede medir en su verdadera dimensión si recordamos que el suelo fueguino había quedado sepultado bajo 1200 metros de hielo.

Crearon canoas de la corteza del guindo, eran livianas, fuertes y ágiles. Surcaban los canales en busca de alimento, llegaron a dominar con tal maestría esa embarcación que llevaban el fuego prendido en su interior. Cazaban en familia, las mujeres siendo insuperables timoneles. Ellas enseñaban todo los secretos de su sapiencia a sus pequeñas hijas, de eso dependería poder tener luego, su propia familia.

No dejaron rincón fueguino sin explorar. Este fin del mundo para nosotros, era para ellos, su lugar en la tierra. El principio de su civilización. Su razón de ser.

Se llamaban a sí mismos Yamanas, “seres con vida” y vivieron en armonía con su entorno y con sus vecinos los Onas, habitantes del interior fueguino. De una lingüística rica y una cultura plena de simbolismos fueron aculturizados primero y luego literalmente borrados del mapa. Los misioneros los vistieron y prohibieron sus costumbres, los cazadores de focas los persiguieron brutalmente.

Los primeros les introdujeron los piojos y enfermedades con ropas que no usaban. En un clima húmedo y lloviznoso fue la puerta abierta a resfrios y gripes que desconocían. Los cazadores veían en ellos una competencia del lobo marino, de cuya piel, la sociedad occidental hacía codiciados sombreros.

Podremos caminar por Ushuaia, el Parque Nacional o navegar sus costas. Los habitantes originarios ya no están. Han desaparecido, o casi, de estos bellos paisajes. Los recónditos lugares que ellos poblaron están desiertos. No hay gente, nadie quiere estar allí, salvo por unos escasos días como turista.

Para esta fascinante civilización Tierra del Fuego fue el comienzo del mundo y su fin.

Algo parecido a nuestra propia suerte, sino aprendemos a tiempo las enseñanzas que nos dejaron.

Visitar Ushuaia es empezar a entender.

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